El cuento del piloto Pirx
¿La ciencia ficción? Me encanta, pero sólo la mala. No tanto mala como falsa. Siempre llevo a mano algo así cuando vuelo, algo que te permita leer un par de páginas y luego dejarlo. También leo buenos libros, claro, pero sólo durante las estancias en la Tierra. Los buenos libros dicen siempre la verdad, aunque describan cosas que nunca hayan sucedido ni nunca vayan a suceder. Son verdaderos en un sentido diferente. Si describen el espacio exterior, por ejemplo, te hacen sentir el silencio, tan completamente distinto al terrestre, y la ausencia de vida. No importa de qué aventura se trate, el mensaje es siempre el mismo: la humanidad nunca se sentirá a gusto allá afuera. En la Tierra hay siempre un elemento de azar, de transitoriedad: un árbol, una pared, una huerta, tras un horizonte otro, tras la montaña un valle… pero allá fuera es totalmente distinto.
La gente de la Tierra no se imagina lo horrible que es viajar en el espacio: puedes volar todo un mes y no sentir progreso. Recuerdo una vez, de regreso de una patrulla, que me salió por la radio una discusión de un piloto en las cercanías de Árbitro, cuando vi por casualidad otra nave que regresaba. El individuo maniobraba su nave como si le hubiera dado un ataque epiléptico. Eso es normal: el ataque te da tras un par de días en el espacio, esa obsesión de hacer algo, lo que sea, gritar, llorar, le pegas a las paredes, no sabes qué hacer. Tu mente se enferma.
Los buenos libros te hacen pensar. Y a los pilotos no nos sirve pensar mucho, lo mismo que a los moribundos no les gusta oír hablar de la muerte. Lo que nos gusta en esos momentos es algo que nos distraiga; por eso me encanta la ciencia ficción barata, fácil de leer, donde todo, el cosmos incluido, está domesticado.
Esta historia me sucedió, algún día la escribiré en un libro. Ocurrió el año pasado de Júpiter, durante un rutinario viaje alrededor del sol para recoger chatarra. El reciclaje cósmico es un buen negocio. En aquella época, yo estaba verde como piloto. Quería hacer buen dinero y presenté en la oficina brasileña de Le Mans, un magnate del negocio que contrataba pilotos a granel, bajo dudosas condiciones de seguridad.
Los días de los aventureros espaciales ya pasaron de moda. Hoy ya el espacio es más o menos conocido. Existe un “Sistema” ¿me entiendes? Después de ser contratado, perdía mis días compartiendo alcohol con el equipo de técnicos: el pequeño Metys, que se sabía todos los trucos que existían para pasar contrabando —bolsas de plástico herméticas escondidas en el interior de los cojines y cosas por el estilo—. El mexicano, que en realidad había nacido en Bolivia, traficaba con drogas espaciales, crecidas en lo profundo de las selvas tóxicas de Venus. Dicen que una vez consumes algo de esto, pierdes el alma.
Nuestros viajes eran de bajo presupuesto. Como no podíamos gastar gasolina, teníamos que impulsar nuestros vehículos de a plazos, como una patineta. Nuestra nave podía valerse de un poco más de libertad por combustible sin impuestos patrocinado por mis compañeros de borracheras.
Me acuerdo de la Perla de la Noche. La nave estaba tan decrépita que la navegación se la pasaba buscando fisuras y cortocircuitos. Cada despegue y cada aterrizaje eran una violación de las leyes de la física. Y no sólo de las de la física. El negocio era tan importante que Le Mans había engrasado suficientes manos y nunca pedíamos permiso de lanzamiento.
En cuanto llegábamos a la distancia suficiente del sol, comenzábamos a rastrear los restos con el radar, los juntábamos y formábamos un «tren». Solo teníamos que empujarlos. No había nada más que hacer sino emborracharnos, comer, leer y, a veces, contemplar el infinito vacío eterno del espacio.
El pago mínimo era por ciento veinte o ciento cuarenta mil toneladas de chatarra. A veces ni nos molestábamos en mirar el tráfico espacial, cuando ocurrió la catástrofe. Primero el ingeniero nuclear, luego los dos pilotos a la vez y después todos los demás, uno tras otro. Los síntomas típicos: cara hinchada, ojos de ranura, fiebre alta, piel azul. Era un virus espacial, la peste cósmica.
El mensaje de alarma llegó cuando estábamos a la altura de la órbita de Venus, pero el encargado de comunicaciones estaba enfermo. Se trataba sólo de una alerta de grado ocho, en realidad más bien una nube de polvo de baja densidad con un porcentaje insignificante. Las pantallas estaban vacías. Cuando miré por la ventana, no era una nube, era todo un enjambre de meteoritos. Revisé su procedencia y venían del lado oscuro del universo.
El ingeniero estaba aterrorizado. Le aclaré suavemente que sólo se trataba de una nube de polvo. No pareció muy convencido, pero a esas alturas estábamos en la órbita de Júpiter, el lugar con mayor tráfico en el universo y, si esos meteoritos chocarían contra alguien, no seríamos nosotros.
Permanecí cuatro horas de guardia frente al transmisor esperando alguna llamada de emergencia, para calcular si ya habían chocado con alguien. Esta clase de meteoritos no solo son peligrosos, sino bastante rentables. Los minerales que provienen del área desconocida del espacio exterior son apreciados por su rareza y sus propiedades extrañas.
El canal general de la Base Lunar, el mayor centro de telecomunicaciones de la galaxia, transmitía correcciones de curso y órbita para evitar la trayectoria de los cuerpos celestes. Entonces rastree el posible lugar de trayectoria del objeto y esperé. La nave llegaría sola hacia el punto y esperaríamos a que chocara con algo.
Alrededor de las once me fui a comer algo. Cambié de guardia con el ingeniero, que me hizo notar que había un daño en una cámara de seguridad, se veía borroso. Cuando regresé de comer empecé a ver que tenía un parpadeo verdoso. Tras un último borroso golpe a la señal, la transmisión cambió. Estaba frente al objeto. Corrí hacia la cabina de pilotaje y vi que el objeto se había detenido. Estábamos muy cerca. En la pantalla podía ver, claramente, una fría lata de atún con un tenedor hincado en un poco apetitoso trozo de grasa solidificada. Esta majestuosa embarcación estaba impulsada por un cohete gigante que pintaba de azul la negrura del cosmos.
La nave de forma extraña empezó a moverse. Exactamente a los veintidós kilómetros, la otra nave comenzó a adelantar claramente a la Perla. Durante todo aquel tiempo mis ojos no se habían apartado del indicador de distancia; ahora volví a mirar la pantalla de radar.
Lo que vi no era una nave, sino una isla volante.
La Perla tenía, como único armamento, cohetes de bengala, para anunciar nuestra indefensión. Disparé tres en rápida sucesión, apuntando en la dirección general de la nave, buscando ver la totalidad de aquel extraño mecanismo espacial. La primera bengala me dejó ver su magnitud: era tan grande como una isla. El resplandor del cohete me cegó durante unos segundos, hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz. La segunda bengala estalló demasiado lejos para que pudiera ver nada. La tercera lo hizo justo encima. La vi, a la luz del paralizante resplandor blanco. Sólo fue un vistazo, en realidad, de no más de cinco o seis segundos de duración. Pero en el transcurso de esos pocos segundos vi, desde arriba, a través de mis anteojos de visión nocturna, una espectral masa de metal brillantemente iluminada. Tan inmensa que apenas cabía en mi campo de visión. En el centro brillaban con claridad varias estrellas. Una especie de túnel de hierro fundido, hueco, flotando en el espacio, pero —según vi en el último resplandor del cohete— algo achatado, con una forma más parecida a un neumático que a un cilindro. Podía ver perfectamente a través de su centro mismo, en forma de tenedor, a pesar de que no estaba en el mismo eje; aquel coloso estaba ligeramente inclinado, como un vaso de agua a punto de derramarse. No había tiempo para contemplaciones. Disparé más bengalas; dos no se encendieron, la tercera se quedó demasiado corta y la cuarta y la quinta lo iluminaron por última vez. Una vez que hubo intersectado la ruta de la Perla, comenzó a alejarse cada vez con mayor rapidez —a cien, doscientos, trescientos kilómetros— hasta salirse por completo de mi campo visual.
Volví inmediatamente a la cabina de mandos para calcular su trayectoria, pues, una vez calculada, tenía intención de hacer sonar una alarma general, en todos los sectores, una alarma como nunca antes la había habido.
Hay ocasiones en que el ojo humano se comporta como una cámara fotográfica, en que una imagen muy breve, pero muy nítida, puede no sólo ser recordada, sino reproducida con toda exactitud, como si aún estuviera ante nuestros ojos; minutos más tarde, aún podía ver la superficie del coloso a la luz de la bengala, sus bordes, de kilómetros de longitud, no lisos, sino llenos de grietas y agujeros, casi como la superficie lunar, la forma en que la luz había caído sobre las rugosidades, protuberancias y cavidades semejantes a cráteres; debía de llevar millones de años vagando por el espacio, oscura y muerta, adentrándose en las nebulosas para emerger siglos más tarde, roída por el polvo y carcomida por la constante erosión cósmica. No sabría explicar por qué estaba tan seguro, pero tenía la certeza de que no había en ella ningún ser viviente, que era tan sólo un cascarón vacío de miles de millones de años de antigüedad, tan muerto como la civilización que la había construido.
Con la mente llena todavía de tales imágenes, calculé por cuarta, quinta y sexta vez los elementos de su trayectoria para asegurarme de su exactitud y los introduje a golpe de tecla en el casete. Cada segundo contaba; la nave era ya sólo una verde coma fosforescente, una muda luciérnaga acercándose al borde derecho de la pantalla y alejándose a una distancia de dos mil, tres mil y finalmente seis mil kilómetros.
Luego desapareció.
Me senté y calculé las posibilidades de localizar la nave con el radiotelescopio gigante de Luna, la unidad radioastronómica más potente del sistema. Potente, sí, pero no bastante para localizar un cuerpo de unas cuantas millas a una distancia de cuatrocientos millones de kilómetros.
En las doce semanas que siguieron a aquella noche, viví en un extraño estado de tensión, porque era durante ese tiempo cuando la nave debía entrar en el reino de los grandes planetas y quedar para siempre fuera de nuestro alcance. A la Humanidad no se le presentan a menudo tales ocasiones. Lo único que me quedó claro después de esa noche es que no importa qué tanto creamos conocer el universo, todavía quedan muchas cosas oscuras y extrañas en los confines del universo.

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