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Ciencia Ficción, Terror y Fantasía

El hombre lagarto

En una casa de mampostería sucia, quebrada y vieja, al pie de un gran peñasco gris, al estilo francés, con torres góticas que terminan en antenas y flores sobre tejados alguna vez rojos y verdes como todo lo demás; vivía El Hombre Lagarto. Nadie iba a imaginarse que la magnífica casa estaba hecha de guadua…

En una casa de mampostería sucia, quebrada y vieja, al pie de un gran peñasco gris, al estilo francés, con torres góticas que terminan en antenas y flores sobre tejados alguna vez rojos y verdes como todo lo demás; vivía El Hombre Lagarto. Nadie iba a imaginarse que la magnífica casa estaba hecha de guadua recubierta de adobe y adornada en yeso, y por eso tenía más de cien años. La ventana, la única luz del día que daba al interior de la casa, mostraba, entre la suciedad, a todos los que pasaban caminando por la vereda, que eran pocos y tenían tan mal gusto y educación que se asomaban a su recámara. Cada vez que pasaba esto, él se recogía en las cobijas, refunfuñaba entre dientes y maldecía su destino. 


Un día se asomó una niña y, tras un cristal roto, vió una cola escamosa, de caimán. Siguiendo la cola, vió un torso y vió pies humanos, que se levantaron. (9) De un susto salió corriendo y, a lo lejos, después de cansarse por veinte minutos hasta que el corazón le dijera que ya no más, la niña se dio la vuelta. Allá a lo lejos había una figura deforme, parte animal y parte humana que la miraba junto al atardecer. El hombre caimán la miró con odio desde las tinieblas y le gritó (0). Lejos, la niña también gritó y se perdió corriendo (‘).

Y ya en su soledad, revolvió el desorden una vez más para acurrucarse entre su miseria. El pobre hombre animal sabía que le tocaba comer, pero eso podía esperar; primero quería llorar.

Y se acordó de la noche en la que adquirió su maldición.

Caminaba borracho y cantando. Venía de las fiestas, bebiendo. Entonces pateó una rama de un árbol, perdió el equilibrio y el mundo le dió vueltas y rodó y rodó y perdió el conocimiento.

No supo cómo llegó ni sabía cómo salir. Solo supo que frente a él, había un agujero entre las rocas. Manchas pintadas de achiote más antiguas que la montaña, le marcaban un camino. Entre los pasillos había dibujados caballos, venados, jaguares y humanos, muchos humanos. En un recodo vivían dibujos de iguanas, caimanes, serpientes y reptiles de lenguas dobles y triples. Y todos adornaban, como guardianes, el camino que se iba anchando y extendiendo hasta terminar en un salón enorme, con miles de piezas de arte rupestre en las paredes. Todas ellas eran escamosas, dentadas, viperinas; todas diferentes, todas parecían tener vida y danzar desde la penumbra.

Allí, en ese gran salón se sentó a beber las últimas gotas de su licor. No hacía frío y si no le temiera a las arañas, cucarachas y bichos feos, habría dormido tranquilamente en el piso. La aventura le hacía pensar en tesoros ocultos en esa caverna y se levantó de un golpe y buscó, desesperado, con la ayuda de un fósforo (Q), algún indicio de otro camino, una tumba o algo que se le pareciera. Y lo encontró.

Su sentido común le guió a una figura central, más grande que todos los otros, en rojo y negro. (Q) La ténue luz de la cerilla le revelaba un caimán de gran tocado: nariguera y orejeras con manchas de jaguar y una intrincada pechera de cuatro serpientes enredadas. Tenía cuatro mochilas en su pecho y la mejilla estaba abultada, de masticar coca. La figura estaba pintada sobre un agujero en la pared y, bajo la escasa luz de los fósforos, parecía moverse e invitarle a entrar.

Él todavía recuerda lo estrecho que era el agujero. Primero iba agachado, después en cuatro y después se arrastró hasta que ya no pudo seguir más. Y el miedo le entró en sí y cuando fue a regresar, se encontró con que no era un solo pasadizo, sino una red de ellos. Y no estaban deshabitados. En un pasillo encontró todo un nido de arañas, de patas peludas negro con blanco. Amenazantes le mostraban los dientes y él, temeroso, les dejó en paz. En otro recodo se encontró con un panal de abejorros, brillantes, rojos y amarillos. Y perdió su camino y entró en pánico. Tres fósforos, dos, uno y se quedó en total oscuridad. 

Sus ojos, al adaptarse a la penumbra, le permitieron descubrir el camino de vuelta, que creyó reconocer. Le siguió, desesperado volteó por las esquinas (W) por las que creía que había cruzado. Se encontró corriendo entre más rápido llegaba a la salida y, con una bocanada de aire, pudo salir del mismo agujero por donde había entrado.

La tranquilidad regresó a su vida cuando vió la recámara con figuras danzantes y, entre la negrura les guiñó el ojo. Estaba feliz, cansado y dispuesto a dormir. 


Hasta que notó la luz verdosa de la madrugada: el cielo era diferente, la tierra era diferente, el aire se respiraba diferente y los pájaros cantaban diferente. Era una selva, calurosa, húmeda y tupida. Y no había caminos, solo pequeños canales, que se extendían en infinitas geometrías matemáticas entre la maleza. La vista desde la caverna le revelaba un mundo sin ciudades, sin su pueblo y sin luces nocturnas.

Parecieron días y meses los que vagabundeó por esa tierra extraña. De comida, pescó con sus manos y comió animales crudos, agujereando sus encías con las espinas. Siguió los rumbos de los canales,  para darse cuenta que solo daban a lagunas, también deshabitadas.

Una noche se topó con la manada. (E) Escuchó sus voces, sus pasos, pensó que eran gente, que había encontrado a otras personas, alguien con quién poder hablar. Eran homínidos, eran muchos, pero eran reptiles. Y sus ropas eran de algodón. Y sus caras todas tenían narigueras doradas y collares de muchos colores se enredaban en sus cuellos. Y en sus cabezas algunos tenían gorros también tejidos en oro. Y sus brazos tenían brazaletes de oro. Y sus tobillos, tobilleras de oro. Y sus voces eran humanas. Y en sus mochilas llevaban extraños artefactos y sus ojos brillaban como esmeraldas al sol.

Les salió al paso, gritó saludos y levantó las manos en son de paz (R). Las hojas de la selva (T) sisearon y la lluvia empezó a caer de a pequeñas gotas. Pero entre su hambre, las ansias de ver a su familia y la extrañeza del encuentro; no se movió. Sopló el viento y solo le miraron, toda una familia de reptiles, más de veinte. Atónitos.

Profirieron palabras que no entendió y le temieron cuando escucharon las suyas. Le ataron las manos, pero no le ataron los pies. Le arrastraron y le gritaron (0) mensajes que no escuchaba y caminaron casi todo el día, al mismo ritmo ceremonioso hasta llegar a una  empalizada, una gran choza, una maloca en forma de rombo. Y allí le dejaron amarrado a un palo, afuera, como un animal. Pasó toda la noche entre mosquitos y la lluvia. Adentro, hablaban en extrañas lenguas, de él, de qué hacer con lo que quedaba de su vida. Le dieron una papilla de sabor dulzón y eso fue lo único que hubo en su estómago y, del cansanció, se desparramó en la tierra.

(X) Se despertó ante un baile, la realidad de las pinturas en la pared. Decenas de seres moviéndose a un ritmo hipnótico y cantando en palabras raras. En el baile se interpretaba una escena: varios hombres dorados sellaban una montaña. Uno señalaba al sol y hacía gestos de muerte. Después señalaban al hombre y apuntaban a la tierra. 

La procesión continuó y tras otros bailes lo arrastraron amarrado por un sendero hacia la montaña. Esto lo hicieron en plena noche. El único resplandor era el de unos palos tiznados, rojos de un fuego que no se apagaba pero tampoco mostraba llama. A esa luz rojiza los movimientos se fundían en claroscuros. 


Él nunca supo cómo fue que cruzaron la montaña, vió otros signos en el camino, tallados en los árboles. Guiaban el camino a una laguna ¿Y si lo devoraban? Sin poderse mover intentó escapar, se desesperó y se hizo heridas en las muñecas. Gritó e imploró ayuda. Llegaron a una laguna y junto a ella había un manantial de agua, con una pequeña cascada a su costado.

La procesión se vistió para el ritual. Sus acompañantes portaron pecheras y penachos de oro, con grandes máscaras de jaguar en su rostro, todo lo sacaron de magníficas mochilas de complejos patrones dibujados. 

Uno de estos seres le revisó las manos y los pies. Otro de estos le levantó de las piernas y el otro de los brazos. El agua estaba helada. Afuera, pudo ver música y bailes que empezaron mientras él se sumergía. Movió las manos, movió los pies, pero no podía nadar, no podía moverse. Intentó gritar y los pulmones se le llenaron de agua.

Pataleó y gritó otra vez y sintió que se ahogó.

Al otro día estaba en una orilla de un lago que reconoció, estaba cerca a su hogar. 

Pensó que de pronto era un mal sueño, que el alcohol había estado muy fuerte, que nada de eso había sucedido. Corrió de vuelta a su casa. Subió y bajó cañadas y encontró su hogar en ruinas. Parecían haber pasado siglos, nadie vivía allí y no había signos de que alguien lo hubiera hecho en mucho tiempo. 

Buscó en todos los cuartos, hasta entrar en un baño, con un espejo quebrado reflejándose el rostro. Aunque sus manos eran de humano, su cuerpo era el de un reptil y una cola de caimán le crecía en la espalda. Los ojos eran ambar y la piel escamosa le picaba. 

El hombre lagarto daba vueltas entre las habitaciones y suspiraba, pues esta era su casa y no le gustaba que hablaran mal o que husmearan en ella. Así vivió, sin saber nunca qué pasó o por qué. 

Dentro de las historias populares de zonas apartadas en Colombia se cuenta de mundos que están bajo las aguas, aquellos a los que se les hacían ofrendas. En estos mundos se refugiaron los últimos dueños de esta tierra y es probable que el hombre caimán solo se haya encontrado, por coincidencia, con aquel espacio que simplemente se conoce hoy como El Origen, desde donde nos vigilan los ancestros. Los que viven hoy aquí no conocen los misterios de la tierra, desconocidos e incomprensibles. Los que viven aquí hoy se encuentran a merced de poderes que ignoran. Dejarnos sin contexto fue la mayor barbarie que nos dejó el encuentro entre el viejo y el nuevo mundo. Nos dejó desamparados con la misma perplejidad a lo desconocido que conoce el Hombre Lagarto. 

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