Valeri Y. Briúsov
En los últimos tiempos han surgido toda una serie de crónicas sobre la terrible catástrofe que ha azotado a la República de la Cruz del Sur. La principal ciudad de la República, bautizada con el sobrenombre «de las Estrellas», estaba situada en el mismo polo. En ese punto imaginario atravesado por el eje terrestre y en el que se unen todos los meridianos, se erigía el edificio del Ayuntamiento, cuyas afiladas agujas se elevaban por encima de los tejados de la ciudad apuntando al nadir celeste.
Las calles de la ciudad partían del Ayuntamiento siguiendo los meridianos y éstas a su vez se cortaban con las que seguían los paralelos en círculos concéntricos. La altura y la fachada de todas las construcciones eran idénticas. Los edificios no tenían ventanas, ya que estaban iluminados interiormente con luz eléctrica. Las calles estaban alumbradas de igual forma. Debido a los rigores del clima, se había construido una cubierta opaca sobre la ciudad, con potentes ventiladores que limpiaban el aire. Por estos lares del globo, sólo conocen un día al año, que se prolonga seis meses y una sola y larga noche también de seis meses, pero las calles de la Ciudad de las Estrellas estaban invariablemente inundadas de una intensa y uniforme luminosidad. Asimismo, durante todo el año se mantenía una temperatura constante en ellas.
Es una ciudad rarísima, pues allí confluyen todos los puntos magnéticos del planeta. Hay un infinito número de supersticiones, creencias o conocimiento popular sobre lo que los polos hacen en el cerebro. Los habitantes nativos de las partes de Tierra del Fuego les llamaron a estos terrenos el Vórtice del Infierno. Decían que, desde aquí, tu espíritu enfermaba de la Contra, enfermedad que científicamente se llamó Mania Contradicens, la trompeta de gabriel de esta increíble república.
Según el último censo, el número de habitantes de la Ciudad de las Estrellas alcanzaba los dos millones y medio de personas. El resto de la población de la República, que se calculaba en cincuenta millones de residentes, se concentraba en torno a los puertos y fábricas. Gracias al ingenioso aprovechamiento de la fuerza eléctrica, las entradas a los puertos locales no cerraban en todo el año. El ferrocarril eléctrico comunicaba los núcleos de población de la República, transportando diariamente de una a otra ciudad a decenas de miles de personas y toneladas de mercancías. El interior del país estaba deshabitado. Ante las miradas de los pasajeros por las ventanillas del vagón, solo desfilaban monótonos desiertos completamente blancos en invierno y cubiertos con la escasa hierba que crecía en los tres meses estivales. Los animales salvajes habían sido aniquilados hacía tiempo y el hombre carecía de medios de subsistencia. Esto contrastaba sobremanera con la bulliciosa vida de los centros portuarios y fabriles.
Los primeros episodios de la enfermedad de la «contradicción» (mania contradicens) fueron detectados en la República hace ya veinte años. Entonces la enfermedad tenía un carácter ocasional y esporádico. Sin embargo, logró atraer la atención de psiquiatras y neuropatólogos, que llegaron a describirla con detalle. La enfermedad adquirió tal denominación, porque los afectados por ella continuamente actúan de forma contraria a sus propios deseos, queriendo una cosa pero diciendo y haciendo otra. La enfermedad suele comenzar con una débil sintomatología, principalmente en forma de afasia singular. El enfermo dice «no» en vez de «sí»; cuando quiere dirigir a alguien unas palabras agradables, acaba cubriéndolo de improperios, etc. En la mayor parte de estos enfermos aparecen simultáneamente contradicciones de conducta: si tienen la intención de ir a la izquierda, tuercen a la derecha; si piensan alzarse el sombrero para ver mejor, se lo encasquetan hasta las cejas, y así sucesivamente. Con la progresión de la enfermedad, esas «contradicciones» acaban adueñándose de la vida física y espiritual del sujeto, y son innumerables las variantes de acuerdo con las peculiaridades individuales de cada uno. En general, el discurso del enfermo se hace ininteligible y su conducta, disparatada. Se trastoca la regularidad de las funciones fisiológicas. Siendo consciente de la irracionalidad de su comportamiento, el enfermo llega a una exaltación extrema, que a menudo desemboca en un estado frenético. Muchos de ellos acaban suicidándose, a veces en pleno ataque de locura, otras —por el contrario— durante los únicos momentos de lucidez. Algunos fallecen al producirse un derrame cerebral. Casi siempre la enfermedad tiene un desenlace fatal; los casos de recuperación son extremadamente escasos.
La mania contradicens adquirió carácter de epidemia en la Ciudad de las Estrellas. Hasta ese momento, el número de enfermos de «contradicción» nunca había superado el 2% del total de pacientes. Pero esta proporción alcanzó en el mes de mayo (otoño en la República) la cifra del 25% y fue aumentando en los meses siguientes, al tiempo que crecía con la misma celeridad el número total de enfermos. A mediados de julio se reconoció oficialmente que el 2% de la población total —es decir, alrededor de 50.000 personas—, estaba afectado por la «contradicción». No disponemos de más datos estadísticos desde entonces.
Los primeros casos de la epidemia se pueden rastrear por los periódicos locales, que daban cuenta de ello con grandes titulares: LA CONTRA, LA ENFERMEDAD QUE TRANSFORMA LA CIVILIZACIÓN EN SALVAJISMO. La dificultad de diagnosticar la enfermedad en su estadio inicial hizo que la crónica de los primeros días de la epidemia estuviera repleta de anécdotas humorísticas: un chofer del metro, en lugar de recibir el dinero de los pasajeros, les pagaba por viajar. Un peluquero pegaba cabello a sus pacientes. Un político entregó el dinero que había robado, en vez de esconderlo. Un futbolista salió a pegarle patadas a sus compañeros de equipo. También hubo otras historias para nada graciosas. Un médico acuchilló a un paciente que intentaba saltar. Dos cuidadoras de una guardería municipal, en pleno ataque de «contradicción», les rebanaron la garganta a cuarenta y un niños. Dos soldados enfermos, que transportaban una ametralladora por la avenida principal, vaciaron todo el cargador sobre la gente que estaba paseando pacíficamente.
En una sesión extraordinaria conjunta de las autoridades de la ciudad y la Cámara Alta se decidió hacer un llamamiento inmediato a mantener el orden para poder aislar a los afectados por la CONTRA. Medidas especiales se llamaron, una emergencia en el fin del mundo.
La población entró en pánico, comenzó el éxodo desde la Ciudad de las Estrellas. Al principio solo algunas personas, especialmente entre los cargos relevantes de la Administración, directores, miembros del Parlamento y del Consejo Municipal, se apresuraron a enviar a sus familias a las ciudades del sur de Australia y la Patagonia. Escaparon los sastres, los zapateros, los cocineros, los vendedores y, finalmente, los pobres. Los que quedaron, que no fueron pocos, continuaron sus tareas, sin dejarse molestar por lo que fuera que fuera a suceder.
En la sesión extraordinaria del 5 de junio, el Consejo Municipal, de acuerdo con el Parlamento y con el Consejo de Dirección, otorgó a Duarte un poder absoluto sobre la ciudad con el cargo de «jefe», poniendo a su disposición el presupuesto municipal, las milicias populares y las instituciones públicas de la ciudad. El nombre de Horacio Duarte debería ser grabado en letras de oro, como uno de los mayores benefactores que haya dado jamás la humanidad. Durante mes y medio luchó contra la anarquía total de una ciudad en pánico; luchó contra la epidemia de LA CONTRA.
La mayor parte de los enfermos que eran conscientes de su situación sentían imperiosos deseos de solicitar ayuda. Pero la influencia de su trastorno psíquico convertía la expresión de ese deseo en manifiesta hostilidad contra los que les rodeaban. Los enfermos habrían querido correr a sus casas o a los centros médicos, pero por el contrario huían despavoridos hacia las afueras de la ciudad. Se les ocurría la idea de pedir a alguien su intervención, pero en lugar de eso agarraban por la garganta a los caminantes que les salían al paso y los estrangulaban, golpeaban, acuchillaban o herían con palos. Por eso la gente, nada más al ver a alguien contagiado de LA CONTRA, echaba a correr. En los teatros y asambleas, la repentina aparición de los contagiados a menudo concluía con un trágico desenlace. En la ópera, centenares de espectadores sufrieron una locura colectiva por la enfermedad y, en vez de expresar su admiración por los cantantes, saltaron al escenario y los cubrieron de golpes. Pero el suceso más terrible tuvo lugar en el Estadio. Tras el triunfo de un equipo local, los hinchas enfermos, salieron a golpear a los jugadores. La fuerza pública luchó contra ellos, pero no pudieron contener la furia de las masas, el equipo entero fue devorado por la barra brava. El orden nunca regresó a la ciudad.
La inseguridad se tomó las calles. Una jauría de bandidos se dedicaba a entrar con total descaro en las tiendas abandonadas, y se llevaban los objetos más valiosos; entraban también en las casas, obligando a sus moradores a entregarles todo lo que fuera de oro; abordaban a los transeúntes y les quitaban las cosas de valor: relojes, anillos, pulseras… Los robos iban acompañados de todo tipo de violencia.
El 17 de junio no hubo más trenes en la línea suroeste. Un enfermo intentó pilotar una locomotora, pero solo la estrelló, generando una reacción en cadena. Su cuerpo voló a más de 50 metros en el aire, estrellándose contra el campo helado. En los cinco días comprendidos entre el 18 y el 22 de junio, siete trenes se precipitaron al vacío, tal vez comandados por algún psicópata. Un daño en la estación central destruyó el sistema eléctrico alrededor de la república, dejando cientos de trenes estancados en la nieve. Miles de personas encontraron la muerte en las heladas estepas, por efecto de los traumas recibidos o del hambre.
El 26 de junio cesó el servicio telefónico. El 1 de julio, la alcaldía emitió una señal de radio, con órdenes a los ciudadanos no enfermos de trasladarse al centro de la ciudad, donde recibirían ayuda y apoyo especial. Los mensajes se escucharon entre los vagones vacíos y estancados del metro, entre vehículos con vidrios rotos, entre restaurantes llenos de polvo y olor a comida olvidada y descompuesta.
Los mensajes funcionaron. Un número de sobrevivientes se atrincheraron, en silencio, buscando ayuda. El sentido de la propiedad desapareció. A nadie le daba pena dejar lo suyo, ni le parecía extraño hacer uso de lo ajeno.
El 8 de julio, la luz eléctrica desapareció y toda la ciudad, todas las calles, todas las casas particulares se sumieron en la más profunda oscuridad. En los edificios gubernamentales, donde residían los que aún se sentían sanos, se escucharon gritos de desespero, de total abandono a los rezagos de la civilización. Todos eran salvajes ahora, la anarquía había reptado con la oscuridad.
Pero entonces los radios que aún servían se llenaron de una voz calmada. Horacio Duarte había empezado a dirigirse a los sobrevivientes, diciéndoles Hijos de Neptuno, elegidos de Dios para poblar el extremo del universo, colonos de nuevos mundos. Horacio Duarte llamó al espíritu pionero de los fieros trabajadores del hielo. Dijo que el mundo ya enviaría ayuda, que mantuvieran la calma, que los enfermos no llegaron a atravesar las defensas de la ciudad. Que él ya tenía previstos todos los inconvenientes y amenazas. Que un destacamento especial estaba recorriendo la ciudad, repartiendo leña, antorchas, gasolina y fósforos a todos los que necesitaran.
Brillaron hogueras por todas las calles. Crecieron barricadas en las zonas seguras; fuera de ellas reinaba el terror y la locura, la oscuridad y la perdición. Niños abandonados por sus padres en manos del destino. Caníbales acechaban en la noche. Seres ferales, desprovistos de humanidad, se alimentaban de carroña, desperdicios y comida putrefacta.
Un censo de emergencia anunciaba que quedaban 1800 ciudadanos, hombres y mujeres; mucho menos del uno por ciento de la población. En la noche, todos podían oír que, en la ciudad, aún quedaban muchas personas no contaminadas
Horacio Duarte sabía mantener la disciplina en su pequeña comunidad. Hasta el último día fue anotando todo lo que sucedía en un cuaderno y éstas notas, junto con los telegramas que enviaba, son la mejor fuente de información con que contamos sobre la catástrofe. La última anotación es del 20 de julio. Duarte informa de cómo una turba enloquecida de enfermos ferales asaltó el edificio:
“En las horas de la mañana todo parecía calmado. La noche eterna que reina en nuestros territorios polares apenas había dejado de ser tan fría, la neblina no era espesa. El guardia del sur empezó a gritar a un hombre que se acercaba, sin saberse el santo y seña. Entonces disparó y gritó. Varios guardias se apostaron a reforzar la situación, abandonando sus puestos. Dos minutos después, los gritos se escuchaban en toda la zona resguardada.
Eran gritos de ayuda, de desespero, pidiendo auxilio. Provenían de los enfermos, era lo que en realidad estaban pensando, pero sus cuerpos, con un instinto asesino, querían destruir todo signo de vida humana. La emoción de encontrar un resquicio de civilización en esta ciudad solitaria y abandonada hacía que LA CONTRA se manifestara violenta y brutal.
Determiné el perímetro de emergencia, gritando a los comandantes las órdenes. Sé que me escucharon porque me respondían, en medio de balas, gritos y lamentos. Entonces, elegimos varios grupos de emergencia para ir por sobrevivientes y por pacificar algunas zonas.
Comandé el equipo de fuerzas especiales hasta el Palacio de Las Artes. Este bello edificio gótico, donado por el gobierno de Suiza, fue la sede de la última batalla por la salvación de la ciudad. En ella, misteriosamente todos los enfermos se habían juntado, como si magnéticamente fueran atraídos a este lugar.
Sentí la muerte de Arturo cuando, siendo el puntero de la operación, abrió la puerta del lugar en donde se encontraban todos los enfermos. Un grito desesperado de auxilio estalló de un hombre que tenía una herida infectada en el hombro. Con fuerzas sobrehumanas, el enfermo se aferró de Arturo, arrancándole la piel de la cara con los dedos.
Enloquecí, entre gritos y disparos nublaron mi conocimiento, el furor y la locura de la guerra me hicieron perder la razón. Afortunadamente, estaban enfermos, les deshumanizamos. Entre gritos desgarrados lideré la victoria de las Bellas Artes, asegurándonos el edificio más seguro de la ciudad, un radio y un helipuerto.
Contacté a otros países, pedí ayuda, pero no puede llegar sino hasta primavera. Esperar ayuda no es realista. Debemos hacer algo. Debemos buscar comida. Debemos prevalecer. Debemos cumplir nuestro deber hasta el final».
Éstas fueron las últimas palabras de Duarte.
El cuerpo de Duarte no se ha recuperado.
No disponemos de testimonios fiables sobre lo que sucedió después de aquel 21 de julio.
Por los restos que van apareciendo al limpiar la ciudad, se deduce que la anarquía alcanzó su último estadio. Podemos imaginar las calles en penumbra, tenuemente iluminadas por el resplandor de las hogueras formadas por muebles y libros apilados. En torno al fuego se divertía salvajemente una sarta de locos y borrachos, que iban pasándose todos el mismo vaso en rondas. Bebían hombres y mujeres. Oscuros y atávicos sentimientos revivían en las almas bucólicas que semidesnudas, sucias y desgreñadas, ejecutaban a coro las danzas de sus más remotos ancestros, contemporáneos al oso de las cavernas.
A finales de agosto llegó hasta la Ciudad de las Estrellas el piloto norteamericano Thomas Billy en un pequeño aeroplano. Pudo rescatar de una de las azoteas de la ciudad a dos personas, medio muertas de frío y hambre, que parecían haber perdido el juicio hacía tiempo. A través de las turbinas, Billy veía las calles sumidas en la más impenetrable oscuridad, y oía gritos desgarradores, la presencia de seres aún vivos. No se atrevió a tomar tierra.
A principios de septiembre, un grupo de hombres bien armados, con víveres y medios para proporcionar los primeros auxilios, entró en la ciudad por la Puerta Noroeste. Sin embargo, el grupo no pudo ir más allá de las primeras manzanas, por la pestilencia que impregnaba el aire.
Los restos de la civilización aparecieron en los lugares más inesperados: en los túneles del metro, en el acueducto, en oficinas, en baños, en las calderas. Los pocos sobrevivientes habían dejado diarios, huellas de su paso por el mundo, cartas de suicidio, desesperados testamentos y tristes poesías y garabatos. Por todas partes los sobrevivientes buscaron, enloquecidos, la salvación ante el horror.
Hoy, La Ciudad de Las Estrellas no es más que un sitio abandonado. Algunos aventureros han recorrido sus calles, con cámaras de video para reportar lo que alguna vez fue la ciudad más avanzada del mundo. Pero, estos aventureros se han encontrado con una marca particular. Parece que allí, entre los sobrevivientes, sobrevive un último hombre. Un último ermitaño, inmune a LA CONTRA, que aún vive entre aquel desolado paraje. El hombre decidió hundirse con su barco. La marca que se encuentra en las paredes es la de Horacio Duarte.

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